Nadine Muñoz revive a Frida Kahlo. El trabajo que realizan tanto la actriz como su director, es destacable porque resquebraja en varios niveles el imaginario que de la famosa pintora mexicana se tiene.
Tanto se ha hablado de ella, tantas son las reproducciones de sus obras, tanto se ha contado su historia, que más que una artista revolucionaria se ha convertido, en el imaginario colectivo, en una especie de mito, con una vida novelesca poblada de notas de color. Lo que sucede en el monólogo es inesperado. No solo desaparece esta visión llana y simplista que se ha extendido ampliamente, sino que se transforma. El estereotipo de la mujer sufriente, enamorada e idealista es reemplazado por lo auténtico, donde los escritos de la artista mexicana permiten delinear su humanidad por oposición a lo icónico.
De este modo aparece, renovada, la imagen de una Frida libre, empoderada y luchadora que“a pesar de estar casada con un Dios de la pintura nunca fue su sombra y logró dejar su huella en el mundo con una fuerza que parecería ser más grande que su mismo cuerpo”, en palabras de Muñoz. Para lograr este efecto y alejarse de la eterna repetición de una historia -contada desde una visión claramente Romántica- Nadine tuvo que poner en juego su propio ser, su manera de existir. Su acercamiento a Frida fue, en una primera instancia, recurrir a experiencias propias para, a partir de estas, construir el personaje. Sin embargo, el mismo papel requirió liberarse de sí misma para ser efectivamente otra, para que el monólogo interior coincida con el pensamiento del personaje y las sensaciones sean reales, hasta el punto de adoptar posturas dolorosas que le permitieran conectar con Kahlo desde el dolor físico. (Fragmento de una reseña escrita por “El Apuntador”)
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