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Las estrellas de mar  quieren  pueden volar pueden volar l Darashea Toala Vera

Vanessa Pérez, Pilar Aranda y Oscar Santana. Fotos @algabomiel

Las estrellas de mar  quieren  pueden volar pueden volar l Darashea Toala Vera

¿Qué sucede si saltamos a otra realidad, a un abismo donde todo contrasta con lo que conocemos? ¿Qué sucede si el tiempo de esa realidad se modifica, si ya no es solo acostumbrarse a contar del uno al cuatro, esa forma de medir que nos encierra en un cuadrado, en una mente geométrica, en la simetría, en lo exacto? Tal vez, al detener la cuenta y quedarnos hasta tres, el sentido cambia. El mundo comienza a descomponerse y, con él, se deshace el ritmo de las rutinas, de las normas, de los cuerpos domesticados para moverse. Y así, el tiempo ya no se concibe como un cuatro, como una idea de límite, de frontera o de equilibrio. Aparece una fisura y el cuerpo cae.

Pero, ¿cómo cae ese cuerpo? o, más bien, ¿cómo caemos cuando decidimos, sin miedo, joderlo todo? Quizás la caída sea un desprendimiento, una renuncia que se entrega y se abandona al vacío que uno mismo ha invocado. Y en ese abandono se da paso a otra forma de existir, más próxima al temblor del deseo, que a la calma del control; más cercana a lo vivo, que a la parálisis. Quizás solo cayendo aprendemos a habitar el abismo sin buscar salida, viviendo la muerte, el éxtasis, el silencio, el no-saber. Abrimos las esporas de nuestros territorios y procedemos a mirar como médula espinal, a sentir antes que pensar, a permitir que la vibración del mundo atraviese el cuerpo. A despojarnos de los ojos para darnos nervios.

Oscar Santana y Luis Miguel Cajiao

Desde mi cuerpo que mira hacia el pasado, vuelvo a los momentos en que presencié la conferencia performática Las estrellas de mar quieren pueden volar. El recuerdo se despliega despacio y descubro que aún se agita la memoria de aquellos días: cuerpos humanos que ascendían de las profundidades con la urgencia de dar voz a los síntomas de una sociedad agotada, de una sociedad cansada. Cada uno envuelto en su singularidad, en un modo propio de mirar, oír e imaginar. A veces uno era el protagonista, o eran dos, o tres, o simplemente todos. Desde sus diferencias, nos contaban el deseo, la fiebre que se escondía en su interior; sobrevolando el mundo con alas de mariposa indecisas, frágiles, temblorosas, inciertas, hechas de polvo de color.

En uno de los primeros momentos, cuando se decidió contar hasta tres, un atado de hojas cayó en el centro del espacio, un cuadrado ligeramente hundido, bordeado por dos plataformas en la que el público observaba y por otras dos que albergaban micrófonos, pantallas y pequeñas estructuras. A veces, los integrantes de la conferencia se situaban allí, entre esos objetos, como si custodiaran el borde del abismo. Instantes después, llegaron unas manos, unos dedos que desataron el nudo y esparcieron las hojas por todo el fondo. Percibí un estado melancólico y me volví papel: traslúcida, delgada, fácilmente arrugable o rompible, y a la vez saturada de signos, de registros, de burocracias, de discursos. Más adelante, aparecieron dos cuerpos que permitieron que esas fibras los habitaran, absorbiendo el exceso, siendo portadores de los residuos del sistema. En ellos, la carga se volvió volumen, adquirió cuerpo y se hizo aliento. El papel comenzó a inflarlos, a tensar la piel desde dentro, hasta que el lenguaje pesó, se humedeció, y la forma se disolvió para dejar nacer otra manera de decir. Una que aún no tuviera nombre. Una que no obedeciera. Una que no temiera ser borrada.

Lorena Delgado y Pilar Aranda.

Las pantallas, dispuestas sobre las plataformas, parecían fracturas del espacio en los que se revelaban rostros, voces, tiempos distantes y lugares utópicos. En una de esas pantallas apareció, desde el torso hacia la cabeza, uno de los integrantes. Había en su presencia una sensibilidad difícil de nombrar, algo que me hacía sentir que el cuerpo hablaba sin palabras, atravesando la pantalla. Me pregunté entonces qué clase de sensibilidad era esa, quizás una que no nacía de mirar, sino de ser mirado; y, al estar alejados, el cuerpo ya no podía tocar, solo transmitir. Aún así, se producía otro tipo de toque y se mostraba otra piel, una especie de presencia que no respiraba el mismo aire que nosotros. Una piel de luz que nos tocaba sin tocarnos, en la que dentro de una sociedad agotada somos, a la vez, máquinas y fantasmas.

En otro de los momentos, las voces de los integrantes iniciaron un intercambio de palabras:

“¿Cuántas acciones habitan los territorios?”

“¿Cuántos territorios accionan los habitantes?”

“¿Cuántos habitantes accionan los territorios?”

“Accionamos porque los territorios nos habitan”.

Más que un juego de resonancias era una tensegridad entre cuerpo y suelo, entre gesto y lugar, ente voces que se cruzaban, se interrumpían y se respondían. Probablemente eran latencias que nos hacían escuchar con atención, para entender (o intuir) lo que significa el verdadero vivir humano: una convivencia multidimensional que brota de los sentires más íntimos. Y desde ahí se vuelve evidente, se invierte la lógica moderna del sujeto separado del mundo; ya no hay un yo que actúa sobre el territorio, sino un territorio que te acciona y que se mueve a través de ti.

¡Afuera! Los micrófonos se extendieron al público espectador. Afuera tú no existes, solo adentro. Algunos lo rechazaron, otros decidieron aceptarlos ¡Afuera! Irrumpieron en canto, y el espacio vibró, reverberó. Afuera no te cuido, solo adentro. El resto se entregó al cuerpo que respondió desde los asientos ¡Afuera! Otros decidieron observar. Te desbarata el viento sin dudarlo. Los integrantes cantaron desde el pulso de su centro ¡Afuera! Uno de ellos estalló y gritó. Nadie es nada, solo adentro. La furia se expandió hasta quedar en silencio.

¡Silencio!

Cuando observamos, el tiempo transcurre.

Cuando observamos con atención, el tiempo parece un silencio.

Los ojos recorren otros ojos.

Los ojos se apoyan sobre otras materias.

La respiración hace ruido.

Solo queda silenciar la mirada.

“¿Cuál fue el primer reloj que te regalaron?”, pregunta una voz en escena. Desde las gradas, otras responden: “no me acuerdo”, “uno rojo”, “este que tengo ahora”. Hasta que alguien dice: “nunca he tenido uno”. Enseguida, la voz que interroga sonríe y la felicita. Se menciona en la conferencia que el tiempo es biológico, y si llegamos a percibirlo así, tal y como dicen, debe pensarse como un cuidado. Maternarlo, tal vez, y romper con la idea del tiempo-máquina (productivo, cuantificable) para llevarlo de vuelta al cuerpo. Pienso que si el cuerpo es tiempo, y si el tiempo es cuerpo, ¿cuál es el lugar del cuerpo que queremos maternar, pero el constructo social no nos deja?

Tú que has sangrado tantos meses de tu vida, perdóname antes de empezar (…) Paremos la ciudad sacando un pecho fuera al estilo Delacroix (…) Tú que amarraste bien tu cuerpo a mi cabeza (…) Escúchame (…) Paremos la ciudad sacando un pecho fuera al estilo Delacroix (…) No sé por qué dan tanto miedo nuestras tetas, sin ellas no habría humanidad ni habría belleza (…) Escúchame Mamá, mamá, mamá…

¡Queremos maternar la vida, no producirla 

Así que, cerrando el recuerdo, y con ganas de joderlo todo, me dispongo a saltar. Solo hasta tres y no cuatro.

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La conferencia performática Las estrellas de mar quieren pueden volar fue presentada los días 16, 17 y 18 de octubre de 2025 en el espacio de Muégano Teatro, en la ciudad de Guayaquil. La obra forma parte de las propuestas narrativas, corporales y tecnológicas del grupo de investigación “Creación Piloto: diálogos y poéticas para la creación”, integrado por Lorena Delgado, Oscar Santana, Vanessa Pérez, Christian Masabanda, Pilar Aranda, Luis Miguel Cajiao y Remigio Vásconez.  

Todo lo que queda es cuerpo, ese territorio que aún aprende a caer.

 Darashea Toala Vera:  Artista, investigadora, crítica 

 

 

 

El gran circo de Olga la pulga l Natasha Alvarez*

El gran circo de Olga la pulga l Natasha Alvarez*