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EL TERRIBLE MARTÍNEZ Y LA CONTRASEÑA DE LO TRÁGICO

El terrible Martínez, Mario Ojeda. Foto Silvia Echevarria El Apuntador 

EL TERRIBLE MARTÍNEZ Y LA CONTRASEÑA DE LO TRÁGICO

Santiago Rivadeneira Aguirre

¿Fue el Terrible Martínez -vecino del barrio La Tola y nacido al parecer en 1900- un testigo de su época? Hasta podríamos suponer que Luis Eduardo Martínez Cevallos, apodado como El Terrible, fue impelido por esa sociedad tan truculenta y apocalíptica como conservadora, a mostrar sus habilidades pero como una condena. Sobre la base de ese ‘riesgo afirmado’, el Terrible Martínez, un personaje de la ciudad de Quito que, como otros ‘chullas’, había hecho de esa ‘profesión’ un albur, construye su tiempo axial para crear auditorios abiertos y provocar formas flexibles sobre los acontecimientos.

En ese ámbito de la sospecha, solo queda un fondo: el tono osado de sus desplantes funambulescos (contra los políticos, el poder, las figuras importantes de la capital) como un ejercicio de existencia y de irrupción. Deviene El Terrible Martínez en un ‘acróbata caído’ que con sus trazos fundamentales, enciende los imaginarios que dibujan y configuran la ‘grandeza’ y la ‘decadencia’ de una ciudad que comenzaba a salir de sus propias brumas. 

En el contexto de esa ‘reminiscencia estética’, para la obra Elegía de la chullería quiteña a cargo de un tal Terrible Martínez, (en las versiones de Mario Ojeda, primero y de Víctor Hugo Gallegos después) se puede demandar una justificación –y un desafío- que es al mismo tiempo plástica y estética. Porque en ciertas ocasiones, son esas mismas reminiscencias las que nos predisponen para encontrarnos frente al hecho escénico con el privilegio del instinto, las pasiones elementales, la risa y hasta las lágrimas. 

Ariel Supliguicha

Ariel Supliguicha

Gabriela Ruiz

Gabriela Ruiz

Y el lugar desde el cual la obra intenta resituar la intromisión del Terrible Martínez, es una tienda de disfraces y de otras prendas. En ese no-lugar o desde esa visión unidimensional hay una intención clara: mostrarnos un sujeto que no pudo cubrir -así, literalmente- su necesidad de autoengaño y que ahora se dirige hacia una situación de entrecruzamiento entre la imitación y lo trágico. Martínez, en la versión teatral, se convierte en un proveedor de ilusiones. Y en el fondo de esa doble condición, la de ser ‘acróbata’ y testigo trágico, se adivina la lobreguez de la ciudad que se extiende como una especie de descontento crónico.

Quito era solo una porción del país que se había detenido para guardar intactas sus pertenencias urbanas y arquitectónicas originarias. Eso lo percibimos en el texto. En el marco de esa pintura casi  monocromática, hay una modernidad incipiente que se gesta para dar la sensación de un claro oscuro matizado. El Terrible Martínez, por franqueza vital, decide hacer de la ciudad un tinglado donde transitan espectadores fatigosos de la inaugural monotonía ciudadana. Así se crea un vínculo psicológico y de identificación.

Para Martínez (en la versión del Teatro Estudio de Quito) la ciudad fue el autorretrato encubierto que necesita ser mostrado, que no se limita solamente al enunciado de una caricatura sarcástica. Siempre llegó más allá del juego irónico y de una simple epifanía hasta cuando decidió suicidarse.

Más por intuición que por militancia, Martínez inaugura lo paródico para criticar las falsas honorabilidades de los que se enquistaron en el poder y la administración del estado. Y ese inmenso desparpajo tiene su equivalencia en la disposición estética de la ciudad y en un clima de sensibilidad de quienes se dejaron conmover por sus signos.

¿Haber llevado este personaje al teatro no se vuelve de alguna manera una contradicción y un contrasentido? ¿No comporta ese propósito una suerte de ‘mitología sustitutiva’ para mirar de otra manera aquella crítica implícita a los temas que la ciudad pretendió ocultar y olvidar? Y que vuelve a poner en entredicho la mentada invención del humor quiteño. Son las imágenes residuales de la ciudad (como la de Anita Bermeo La Torera) que ahora se convierten en un tema para el teatro y la literatura y que la ficción les impregna de poesía.  

Como dice Nietzsche en la parte sexta del prólogo Así habló Zaratustra -y que bien puede aplicarse al mismo Terrible Martínez- en el que Zaratustra recibe al acróbata caído y a punto de morir (1):

“Yo no soy más que un animal al que a golpes y a base de pequeños mendrugos se le ha enseñado a bailar”.

Esa es la gran contraseña de lo trágico (la elegía) que la obra del Teatro Estudio de Quito pone en evidencia, gracias a una dirección penetrante de Víctor Hugo Gallegos, al texto espectacular (escenografía y vestuario incluidos) a las actuaciones de Mario Ojeda como el Terrible Martínez (que se deja tentar innecesariamente por sus demasías y desbordes gestuales y verbales), Gabriela Ruiz que hace varios personajes y de Ariel Supliguicha que en su rol de músico ciego es el equivalente alegórico que la obra plantea.

Esas ‘formas vivas’ de la ciudad de Quito no pueden restaurarse solo a partir del entusiasmo de una espontaneidad recobrada. Por eso la ficción renovadora del teatro como espacio pensado, que nos conduce hasta esos personajes únicos revestidos de escrituras imitadoras.

Nota

1. Citado por Peter Sloterdijk. Has de cambiar tú vida

 

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