La noche que volvimos a casa | Gustavo Moya
El pasado 12 de junio de 2025, el MAAC de Guayaquil inauguró la muestra La Casa de los Milagros, organizada por una comunidad local de ballroom. Esta crónica retrata lo ocurrido esa noche y la toma simbólica del espacio público por parte de sus protagonistas.
No sé bien cómo llegué al museo. Caminaba por el centro, como suelo hacerlo, y simplemente aparecí, guiado por una intuición. Aquella noche de junio no estaba Richie, el fotógrafo habitual. En su ausencia, se abrió un espacio físico y simbólico para que yo volviera a fotografiar. Recordé la frase de Robert Capa: si tus fotos no son lo suficientemente buenas, es que no estás lo suficientemente cerca. Así que me acerqué.
Si las fotos no son buenas tienes que acercarte. Foto Gustavo Moya
En la Sala B se inauguraba La Casa de los Milagros, una exposición íntima de objetos, collages, diarios, secretos. Pero el verdadero centro estaba en quienes la habitaban: una comunidad vibrante que hacía del arte su modo de existir. Dos performers tomaron la palabra. Vestían con exuberancia: peluca rubia, minifalda, corsé color vino, tacos altos. Podían parecer drag, o gala, o simplemente verdad encarnada. Hablaban de rechazo, de violencia, de familia elegida. De cómo se construyeron un mundo propio a punta de coraje, humor y brillo.
La ministra de Cultura estuvo ahí. Sonrió con sinceridad, saludó con cortesía. Hubo fotos, alfombra roja, protocolo. Pero lo real empezó cuando alguien dijo: “Vamos a voguear afuera”.
Respondí casi con exceso de entusiasmo. Una de ellas me miró por primera vez. Hasta entonces, yo había sido invisible, cámara en mano, a centímetros de sus pasos. Su mirada decía: ¿y tú quién eres? ¿Aliado, curioso, intruso?
Me presenté: “Soy Gustavo Moya. Hago fotos”.
Eso bastó. Salimos juntos al malecón, bajo un farol vencido de luz anaranjada. La escena tenía algo de las fotos nocturnas de Brassaï: cuerpos que emergen de las sombras para ser vistos por fin. Se formó un círculo. Una a una, las personas pasaban al centro. No solo a bailar, sino a decir con el cuerpo: aquí estoy.
Era Vogue, sí. Ballroom. Para quien no lo sepa: el ballroom es una cultura nacida en Harlem, Nueva York, entre comunidades negras y latinas queer, como respuesta a la exclusión sistemática. En ese mundo se organizan casas —grupos que funcionan como clanes, familias, refugios— con nombres glamorosos, épicos o tiernos. Las casas compiten en categorías que van del baile a la moda, la actuación, la presencia escénica. Si viste Paris Is Burning, ya sabes de qué hablo. Si no, búscala. Es fundamental.
Vi algo hermoso, no ingenuo ni edulcorado. Foto Gustavo Moya
Esa noche, la Casa de los Milagros salió al escenario. No en Nueva York, sino en Guayaquil. Frente al río Guayas, en una de las ciudades más golpeadas del continente, sus integrantes hacían suya la calle. No para pedir permiso, sino para mostrarse. Como superhéroes que en vez de ocultar su identidad, la revelan.
Alguien dijo: “Alfajor, ven acá”. Alfajor es pequeño, chispeante, eléctrico. Un cuerpo danzante que desafía la gravedad y una sonrisa hecha para fundirse con la lente. Enamoradísimo de la cámara. Brincaba, posaba, caía, volvía a levantarse. El público aplaudía, reía, gritaba. No era solo fiesta: era una afirmación radical. “Soy bello. Soy fuerte. Soy libre.”
Se recordarán como leyendas (J y Peter). Foto Gustavo Moya
Y ahí estaba Peter, mi contacto esa noche. Es la madre de la Casa de la Bahía, una casa rival y hermana. Peter es contundente y magnético. Profesor, bailarín, maestro de ceremonia. Lleva la voz con energía, pero también con disciplina: es quien cuida y sostiene. No se autoproclama, pero cuando baila, algo se alinea. Su cuerpo cuenta una historia. En su boca, las palabras se vuelven rito. Algún día, estoy seguro, cuando todos sean viejos, cuando estas fiestas se recuerden como leyendas, se hablará de Peter.
Una pareja que pasaba por ahí se fue mirando de reojo. Como si hubieran presenciado algo incómodo. Pensé en lo absurdo. En una ciudad donde la violencia es estructural, ¿cómo puede asustar una peluca o un salto en tacos?
Me hizo un último gesto, como estrella de cine. Foto Gustavo Moya
No son el peligro. Son, en todo caso, los más expuestos.
Vi algo hermoso. No ingenuo ni edulcorado. Una esperanza hecha de sudor y de lentejuelas, de comunidad. Una respuesta en movimiento.
Cuando se acabó el carrete —literal y metafóricamente—, supe que era hora de irme. Ellos merecían seguir en sus asuntos. Me despedí de Peter, que me dio un abrazo fuerte, de esos que dicen sí, estás con nosotros. Alfajor me hizo un último gesto como estrella de cine. Y ella —la de la peluca rubia— me dedicó una media sonrisa. Ya no era juicio. Era reconocimiento.
Y caminé de vuelta al mundo exterior. Pero con la certeza de haber presenciado algo sagrado.
Esa noche, yo también había vuelto a casa.